lunes, 17 de mayo de 2010

Imagenes del Viaje de Regreso - Final de travesía


Imágenes del Viaje de Regreso - Parte II

Todas las imágenes fueron registradas por  mí con una pequeña  cámara. 



Imágenes del Viaje de Regreso





imágenes del tercer día de viaje - Parte III





Imágenes del tercer día de viaje - Parte II






Todas las imágenes fueron registradas por Walter Rotela

Imágenes del tercer día de viaje - Parte I


Imágenes del segundo día de viaje - Parte II




Imágenes del segundo día de viaje - parte I





Imágenes del primer día de viaje





sábado, 15 de mayo de 2010

VII Agradecimientos


A mi hija por creer en mí y por el apoyo en el emprendimiento. A mi esposa, por alentarme en los desafíos, aunque solicite siempre rever cada decisión, cuidarse al máximo. Me dijo así: “No avances si estás cansado”. Una madre es madre aún cuando no se lo proponga, y de todos los que están a su alcance. A mis familiares los Soto, por el aliento y por facilitarme los mapas tan necesarios y útiles para organizar cada tramo del viaje. Por comunicarme con la buena gente de Salto, quienes me brindaron un apoyo incondicional tanto a la ida como a al vuelta. Gracias Julio, gracias Rosario. Gracias a los amigos de ellos que me hicieron sentir como uno más y me aceptaron en su mesa. A mi familia de la Vuelta Fermosa que comprendió que la vida se hace en el camino, en el viaje y que, no soy más que un producto de una familia de aventureros, que a su manera, como Silvio Pablo –mi abuelo materno- recorrieron caminos antes que yo. A la gente que encontré en el camino y que fui nombrando en el transcurso de este relato y que compartió conmigo sus historias, sus anécdotas, su sentir respecto a tantas cosas que no he podido dejar impreso en estas otras huellas de mis pensamientos, en estas “Líneas paralelas”. Walter Rotela

VI De regreso


Nuevamente alas 8 de la mañana, volví a subir a Black Horse. Me acerqué al cordón de la vereda, me puse el casco mientras mi hermana sacó una foto mientras dejaba escapar algunas lágrimas, como ocurre cada vez que nos despedimos. Era tiempo de regreso a Montevideo. La noche anterior había llovido. La temperatura a las 8 era ideal para iniciar el viaje. Sin embargo, esa misma noche, a 400 kilómetros de allí, me enteré mirando el informativo que en mi ciudad natal, habíase registrado la mayor temperatura del país, lo que fue 50 grados centígrados, y la sensación térmica llegó a 53 y más. Suerte que no lo sentí por haber salido de mañana temprano y tras una noche de lluvia. Las despedidas son siempre muy emotivas, por ello intenté acelerar apenas pisé el asfalto. Tendría todo el tiempo sobre la ruta para repasar la estadía, los afectos, las conversaciones, las charlas, los momentos compartidos. Pero cada kilómetro que recorría me insumía concentración. Igualmente, pude disfrutar el viaje. Ver el paisaje nuevamente era como repasar colores. Percibí en esa soledad la presencia de mi hermana, de mi madre, de mi padre, de esa tía cómplice con quien compartí, como otras veces, el pan dulce y el champagne o vino espumante, para ser más preciso. A media mañana descubrí un frondoso árbol y cargué combustible bajo su sombra. A pocos kilómetros de allí, estaba el otro árbol bajo el cual descansé en el viaje de ida. A mediodía llegue a la entrada a la ciudad de Resistencia y almorcé en un snack bar de una estación de servicio ubicada sobre la ruta perimetral de la ciudad por el lado norte. El parador cuenta con aire acondicionado lo que significa una importante ventaja. Allí escuche una canción que me recordó el asado compartido con los amigos de mi hermana, con el sonidista y su esposa, el otro integrante de la banda “Carlitos”, al popular “Checha”, al médico de la guardia y la joven que lo acompañó, a otros que estuvieron allí. Fue un momento importante porque pude conocer de cerca lo que ellos pensaban sobre su ciudad, su música, sobre lo que querían para ellos mismos… Pensé que son jóvenes que trabajan y estudian, lo que logran con su laburo invierten en equipos, en mejoras para su banda y son artífices de sus logros, sin esperar que todo venga de arriba, del poderoso sistema… Vi en esos jóvenes, esa noche, la esencia de otros que aprecié en videos que están en You Tube, que buscan mostrar su arte, su música, suman trayectoria y experiencia. Vi sus ganas, su capacidad de escucha, de asimilación de lo que hay en el mundo. Están al tanto de lo que pasa n el mundo, por amigos que se han ido, por la Internet, por lo que se ve en TV, no existe más el aislamiento, están conectados, están, cada día más integrados, pero no es fácil,, igual, salir adelante con proyectos. Lo cierto es que sueñan, juegan y concretan nuevas realidades, incluso, aunque tímidamente, van dando voz a otros, que por medio del artista, hacen oír sus voces. La siesta me encontró nuevamente en Empedrado. Busqué otro lugar para descansar, otra sombra y tras refrescarme continué la marcha. Los descansos fueron de mayores en cantidad pero más breves en duración. Kilómetro a kilómetro fui trazando un rumbo y rescatando otras huellas. Incitando a otros viajeros a compartir sus historias de caminos. Así llegué de tarde ala estación de Saladas. Antes hice un descanso bajo unos frondosos árboles bien altos y con abundante sombra. A ambos lados de la ruta, habían casas a esa altura de la ruta. Unas tres casas de muy humilde construcción, que enmarcaban el paisaje. A cada lado del sitio de descanso, unos hombres y unos niños cantaban o chillaban corriendo, como parte de un juego. Unos hombres mayores, ancianos, estaban sentados a la sombra de un árbol jugando naipes y contando algunas anécdotas. Se les podía oír claramente desde donde yo estaba. Sus voces retumbaban en la espesura de los árboles, de pequeñas elevaciones de tierra al costado del camino. En la estación de servicio a la entrada de Saladas, dos grandes motocicletas con chapas del Brasil llegaron conducidas por dos hombres vestidos totalmente con ropas de cuero negro. Uno de ellos de unos 50 años y el otro de unos treinta y pocos. Todo el que estaba en la estación se acercó para ver las motocicletas, para sacarles fotografías, y yo también. No eran más que dos aventureros como yo pero en unas motos más grandes. El sueño del pibe. Eran dos maravillas, grandes, vistosas y de aspecto muy cómodo. Los conductores se refrescaron en el parador, bebieron un par de bebidas al fresco del aire acondicionado, como cada uno de los otros visitantes llegados de distantes lugares. La voz del conductor de la televisión que sonaba dentro del bar parecía tan monótona que invitaba a descansar, a relajarse. El regreso no parecía tan interesante como la ida. Pero cada vuelta, cada curva, cada árbol nuevamente visto tenía un matiz diferente. Lo que noté cuando crucé la ciuda de Corrientes en la que viví por varios años. Quise comunicarme con una antigua amiga, pero no logré. Supe por el esposo que estaba de viaje y por ende no pude verla. Era como una especie de puñal, una herida que empezaba a sangrar. Me sentí un tanto triste en ese recorrido, hasta llega a la ciudad de Empedrado, donde volví a disfrutar, otra vez, del camino. Pero las huellas son las huellas. En el camino volví a ver a los empleados de estaciones de servicio que me reconocieron. Y fue bueno decirles adiós. La belleza de los campos verdes en esa zona era muy reconfortante. La meta del día era la ciudad de Mercedes, a donde llegué a esos de las 20 horas. Antes hice un aparada en la zona del camping y lugar de devoción del gaucho Gil. Era de tarde, el sol bajaba presuroso. La zona de camping estaba casi desierta. Pocas personas armaban sus carpas. Algunas mujeres vendían en los puestos sobre la ruta. Era ese el lugar más concurrido. En tanto que en el predio del camping poca gente quedaba. Gran cantidad de basura, botellas, vasos y bolsas eran la prueba suficiente de la inmensa cantidad de gente que había estado participando de la festividad en el día del santo y la semana entera. Una estación de Policía estaba a pocos metros del tinglado donde está la imagen del Gaucho, a cuyo costado está la cruz. Dos uniformados llegaron en una camioneta, minutos después que yo e hicieron una recorrida por la zona. Saqué mi máquina de fotos y recorrí el lugar también. Entretanto pensé sobre la posibilidad de armar o no la carpa que traía conmigo. Cabía también la posibilidad de hospedarme en el mismo hotel que durante el viaje de ida. Pasados unos 15 minutos comprendí que estaba muy cansado, que los baños estaban cerrados y no había un lugar donde comprar algo para comer. Era mejor, decidí, llegara la ciudad de Mercedes, Sin embargo, aproveche para visitar el estudio de la radio de FM del gauchito Gil, la 96.1. Pude registrar con la cámara fotográfica la cantidad de placas de agradecimiento, las chapas de automóviles, los banderines y cintas rojas con inscripciones de agradecimiento, las velas que se derretían y los vestigios de la multitud reunida. En el acceso al santuario la cantidad de locales de venta -es decir puestos ambulantes, de venta, techitos hechos con toldos y armazones de caños- era importante, abundante. En ellos había desde cintas para solicitar ayuda hasta otras de agradecimiento, estatuillas, recuerdos de visita, refrescos, comida, ropa y más. Estos locales de venta hacen que la entrada al sitio de veneración esté bien visible al venir por la ruta, pero hace difícil la circulación, el acceso y egreso, en un día de la semana festiva. El cansancio se hizo sentir, cada vez más. No lo pensé dos veces y me dirigí a Mercedes. Pude ver en el camino que había dos lugares más para acampar, pero la carencia de árboles los hacía poco favorables para dicha actividad, sin embargo, la cantidad de basura acumulada en sectores indicaba que hubo buena afluencia de personas. Cerca de Mercedes, es decir, cerca de la entrada pude ver carteles de pequeños hoteles, hospedajes, cantinas y almacenes, que de no ser por la actividades entorno a la imagen de Gil no tendrían sentido que estuviesen allí, uno piensa en un momento, pero no. No es así. En el acceso a Mercedes todo estaba tranquilo. Eran casi las 20 horas, había personas caminando, otras trotando o haciendo gimnasia como lo que vi la vez anterior. Me quedó claro que la gente aprovecha las inmediaciones de la ruta de acceso a la ciudad para esparcirse, practicar algo de deporte en horas de la tarde, cuando el sol lo permite. Grandes silos que se ven pocos kilómetros antes de la ciudad y después del Gauchito dan idea de la actividad agropecuaria de la zona, también contribuye a ello al exposición y venta de maquinarias en la calle principal de acceso a Mercedes. Sin embargo, el turismo es otra de las actividades, dado el buen número de autos de distintas partes de la Argentina que se ven circular por al ciudad, dentro de los cuales se ven personas de distintas provincias, a juzgar por su aspecto y formas de hablar. Hay en la zona distintas actividades que convocan al turista en distintas épocas del año a la región, como son la Fiesta Nacional del Chamamé en Corrientes, la Fiesta del Carnaval en Esquina, la Fiesta del Carnaval de Frontera en Paso de los Libres; la Fiesta Nacional del Pacú en Esquina; la Fiesta Nacional del Surubí en Goya en Abril- Mayo y un largo etc. donde se suman las fiestas religiosas, todas ellas posibles de conocer por medio de por ejemplo la pagina Web: www.turismocorrientes.com.ar/fiestas-eventos.htm La noche avanzaba, el sol se ocultaba lentamente. El regalo era un sol cayendo sobre los pastizales, lo que daba al paisaje un tinte amarillento casi rojizo con un techo de azul claro, no libre de nubes, pero esparcidas. Al llegar al hotel, el saludo con los presentes allí fue cordial, una clara bienvenida. La habitación que me tocó era la misma que la vez anterior. Enseguida me reconocieron y el trámite fue mucho más ágil que la otra vez. La cena fue diferente, pues concurrí a una pizzería que estaba sobre la calle principal frente a la Terminal. Desde una mesa en el patio pude disfrutar no sólo de lo que ocurría en la terminal sino de lo que hacían los jóvenes al pasear por la calle principal. Al regresar al hotel vi en el escaparate de uno de los locales de venta -aún abierto en la terminal- un conjunto de imágenes del gaucho Gil y un librito con la historia o leyendas del mismo. Dicho texto narra la leyenda del gaucho Antonio Gil y de otros que conforman la mitología de la región. Munido con este texto y otro que me regalaron en Formosa, intenté acercarme al pensamiento, a las costumbres y al quehacer de las gentes de la región tan asociada a Artigas, al prócer uruguayo que tan bien recordado es en Entre Ríos y Corrientes. Black Horse quedaría en la vereda como antes. El mismo joven que antes, se ofreció para cuidar el vehículo. Agradecí nuevamente y pude darle una propina al día siguiente. La noche afuera estaba calurosa, pero dentro de la habitación el aire acondicionado permitía descansar tranquilo. Hasta los mosquitos parecían dormirse, pero de apoco. La noche pasó sin novedad. El amanecer tenía algunas nubes oscuras esparcidas, a un lado y otro, del gran techo azul. El aire estaba límpido, tranquilo y apenas una suave brisa movía los pastos. Pronto llegué a la zona de veneración de san la Muerte y continué sin detenerme. Rato después llegué a un puente donde la banquina era más extensa, un camino partía desde allí hacia un lugar llamado Baibiene. En ese punto cargué combustible y disfruté de la belleza de la vista, del aire y el sol, del pasto apenas mojado por el rocío de la noche anterior. Un poco más de andar y llegué a una estación de servicio. El colorido era de un marrón pedregoso, amarillo rojizo y verdes claros que se extendían desde arroyos pequeños hacia los lados. El pasto seguía amarillento, corto, la lluvia llegaría pronto, pues las nubes estaban danzando en derredor. Cada tanto se veían cortinas de lluvia, perplejos, aún muy lejos. En la estación de servicio, me detuve a desayunar. Cargué combustible en el bidón de reserva. Fui a buscar al gomero para que revisara las ruedas que estaban bajas, pero aún parecía dormir. Sin embargo se levantó, en realidad ya se había despertado –comentó. Sentí que la moto tenía cierto movimiento lateral, quizás el viento incidía. Incluso el gomero confirmó que las ruedas tenían aire demás. Tuvo que desinflarlas un poco. Creí conveniente compartir con el hombre el desayuno, en gratitud por su colaboración. El cual consistía en unas cuantas chipas de fécula de mandioca, elaboradas por mi madre para que tuviese para el viaje. Fue una buena idea. El lugar de trabajo del gomero era también su vivienda, muy humilde por cierto, pero en kilómetros a la redonda no había otra y quizás es un medio de vida que le permite subsistir. Su vivienda tiene un alero de chapas de cartón que hace las veces de taller, de techo para las herramientas, hace las veces de área de descanso. Este hombre, era la encarnación de esa idea de que, en derredor de una estación de servicio puede nacer un poblado. Un rato después de verificar que todo estaba en orden volví a subir a Black Horse y proseguí. Volví a cruzar por la zona algo lúgubre y de caminos en mal estado que días atrás había cruzado en sentido contrario. Era de día y no tuve mayor dificultad. Había lugares con arbustos de apariencia seca, con un pasto amarillento muy ralo que hace pensar en los paisajes africanos. Sobre las 10:15 horas llegué a la zona del cruce de ruta de la 119 con la 14, o sea la zona de acceso a la ciudad de Curuzú Cuatía. Allí descansé y vi mucha gente tomando refrescos, litros y más litros de agua. El sol, las piedras sueltas por la construcción de la nueva ruta 14, es decir, el trazado paralelo, hizo de ese tiempo y espacio, un momento agitado. A eso se le sumó el importantísimo tráfico que había, camiones, autos, tractores tirando zorras cargadas de naranjas y limones. Muchos, muchos camiones circulando en un sentido y otro. Los operarios que trabajaban en la construcción del tramo paralelo de la Ruta 14 lucen anteojos oscuros en su mayoría, además de ropas claras para contrarrestar el sol. Los conductores que manejan las moto niveladoras que esparcen la cal usan tapaboca como los operarios que están sobre el piso, todo esto incrementa, seguramente, la temperatura corporal y se deshidratan con mayor velocidad. Esta ruta será como una duplicación de la actual, permitiendo más espacio y menos peligrosidad, los que vienen en sentido contrario lo harán por una vía paralela separada por un cantero central; similar a lo que ocurre con un tramo de la ruta 1 en Uruguay. Sobre la motocicleta, si bien el calor se siente, quizás parece menos por el viento, a menos que la zona de ruta sea más al norte, donde el aire parece fuego en los días de verano. Pasando le medio día, un poco después del medio día me detuve en una estación de servicio. Tenía una disyuntiva en ese momento, almorzar allí o llegar al parador cercano a Mocoretá. Como todo parecía tranquilo, venía bien y el motor respondía más que bien, la temperatura parecía estar bien, proseguí hasta Mocoretá. El lugar, además ya lo había conocido a la ida a Mercedes –meta del segundo día de viaje a la ida a la Vuelta Fermosa. Llegué a ese lugar un rato después y en vez de ir al parador, opté por conocer el snack-bar de la estación. Había milanesa en dos panes y era suficiente para mí. Utilicé los buenos baños del lugar, refresqué mi alma, además de mi cuerpo. El calor era imponente. ¿Por qué eso de refrescar el alma?... pues porque en el refrigerado sitio había un hombre que tras iniciar una charla relacionada con la carrera que se llevaba a cabo al sur del país, nos metimos de lleno a hablar de mi viaje y de las motos que había tenido esa persona, un tipo joven, que había realizado viajes como los míos, con motos similares. Pero me aclaró, que sus viajes fueron de menor distancia, pero con las mismas ganas que le parecía tener yo. Compartimos nuestras anécdotas. Él había viajado por la Mesopotamia Argentina, junto con un amigo. Había salido en busca de unas cataratas que cortan el río de forma longitudinalmente, no las más conocidas que lo hacen de modo perpendicular. Años atrás había oído hablar de que existían esas cataratas y ahora, esta persona me contaba más sobre el sitio. Las cataratas sobre el río Uruguay se ubican paralelas al cauce del río; pero –según relató- no pudieron acceder a las mismas. Lo irónico es que estuvieron a escasos 100 metros de la costa, pero no pudieron llegar debido a la maleza, a los pastizales muy altos que hay en la costa, el sotobosque alto era impenetrable para ellos en las condiciones de anegamiento, además, en que estaba todo. Le tocó días de abundantes lluvia pero querían llegar, mas no pudieron y tuvieron que regresar sin llegar a la meta. Lo bueno de la conversación fue compartir el gusto por recorrer los caminos montados en motocicleta. Ambos estábamos en la mediana edad, él tomaba una cerveza y yo una gaseosa, porque tenía que seguir conduciendo, en tanto que él, volvía a Mocoretá, a 5 kilómetros de allí. Mi motocicleta estaba, como la vez anterior, bajo la sombra del gran techo de la estación de servicio. Un ómnibus esperaba en la puerta del parador a un grupo de personas que terminaba de almorzar. Pasaban del local refrigerado al cálido aire del ambiente, y de allí al ómnibus, también con aire refrigerado. La siesta invitaba a descansar; pero debía seguir, me faltaban unos 100 kilómetros para la meta del día, la ciudad de Salto, en la República Oriental del Uruguay. Sentía que llegaría temprano a la ciudad, esta vez. Había descansado al almorzar en ese lugar refrigerado. El camino, la tierra, el paisaje era todo y más de lo que esperaba; pero faltaba poco por llegar a tierras charrúas. Sentía que debía empezar a despedirme de las tierras argentinas. Claro que no me parecía tan emotivo como cuando, en horas de la siesta también, cruce por tierras de la ciudad de Corrientes. Esa ciudad donde viví durante un poco más que un lustro, donde hice amigos nuevos, trabajé, donde tuve mi primer emprendimiento laboral. También desde allí partí a mi primera aventura de viaje, cuando fui a Jujuy en el ’87. Allí se gestó la idea de crear ficciones, escribí mi primer cuento y colaboré con un programa radial de una emisora alternativa. Corrientes fue mi segunda patria chica, mi segundo nacimiento se dio allí. Porque uno nace cuando se redescubre a sí mismo, y lo hacemos siempre. Nació mi vocación literaria y el gusto por la comunicación de medios, y cuyo estudio tomó forma después en Montevideo, aunque las primeras averiguaciones las hice en Corrientes. Era el principio de lo que luego di forma en tierras charrúas. Quizás es cierto eso de que Corrientes tiene payé. Uno no la olvida, así por que sí. Corrientes es hogar de amigos y amigas que supieron compartir momentos buenos y malos, duros, tristes, amargos y también llenos de alegría y ricos de esperanza. Algunos los he vuelto a encontrar en la red de redes. En Corrientes se comparte el mate, se conversa por horas, se estudia, se disfruta la música y se tejen sueños que no se rompen por el paso del tiempo, maduran quizás, pero se conservan. Esa es la magia del Taragüí. En eso iba pensando mientras recorría los últimos 50 kilómetros de camino, antes de la represa de Salto Grande, de la frontera, del río. A cada lado del camino se veían plantaciones de árboles frutales, cítricos, arándanos –todos protegidos por una doble fila de eucaliptos o coníferas. Su inconfundible fragancia hacía del recorrido un paseo, un exquisito paseo más que un simple andar por un camino. Esa es la sensación que produce andar esos caminos entrerrianos. Una copia, casi, de lo que se da a la misma altura, del otro lado del río. Son lugares privilegiados por la naturaleza, no me cabe la menor duda. Es claro que toda la zona tiene mucho para dar y hay personas con capacidad y ganas de emprendimiento para trabajar dichas tierras. Aunque, también hay oportunistas, como algunos que explotan la tierra y a los trabajadores, pagándoles sueldos miserables, teniéndolos como esclavos, según tuve la oportunidad de escuchar de boca de trabajadores gaviotas en zonas de Corrientes y Entre Ríos, durante el transcurso del mismo año 2009. Pero esa es otra historia, aunque no menos importante. Además de plantaciones de citrus hay apiarios, actividades ganaderas, se produce gran cantidad de productos artesanales comestibles y de adornos. Una muestras hay en cada estación de servicio que hallé en el camino, pero hay un lugar que destaca en el entronque de la 14 y donde se exhiben cueros curtidos, miel, dulces, y quien sabe qué mas. En plena tarde llegué a la primera estación de servicio del lado Argentino de la represa. Tomé la última merienda, compré el último vino y me dejé deslizar en la moto, en bajada, hasta la represa, hasta el control aduanero. El calor aún estaba presente. Eran las 5 de la tarde, cuando llegué al control. Lentamente me acomodé en el estacionamiento. Había gendarmes apostados por el camino, entre la estación de servicio y la represa. Mientras me sacaba el casco, dos personas se aproximaron a mí. Uno era un periodista con micrófono en mano y el otro un camarógrafo de un medio local. Me requerían para una breve nota. Accedí. Me preguntaron que pensaba sobre los cortes de ruta que se disponían a hacer unos piqueteros, ciudadanos entrerrianos. La respuesta fue concisa. Dije que los piqueteros tienen el derecho a hacer su manifestación; pero también el resto de las personas tenemos el derecho de por circular libremente por los caminos. Tras recorrer el mostrador de la gendarmería, seguí con la parte de Aduana, la revisación de bolsos y del vehículo. El agente era orieundo de Formosa, era como una despedida hecha a medida. Me hicieron bromas los jóvenes agentes por la distancia recorrida en mi motocicleta, lo que provocó sonrisas en los pocos presentes ahí. Minutos después, Black Horse cruzaba la represa, el aire estaba impregnado de aromas a eucaliptos, a coníferas. Desde la represa vi cómo el río se extiende a uno y otro lado, las dos riberas, los dos países, los dos pueblos que un día decidieron trabajar juntos y lograron esta maravilla de ingeniería hidráulica. Cuanto más –se me ocurrió pensar- podrían lograr si emprendieran juntos, en vez de pelear, proyectos comunes, que sirvan a todos, más allá de los vecinos. El gasoducto es un caso, pero hay mucho, mucho más para hacer juntos, en común. La actividad turística es muy importante, puede se más efectiva aún, por ejemplo. La ciudad de salto surgió entre las colinas, agradable, tranquila, mansa. Como conozco la ciudad, simplemente me dirigí a la casa de mis anfitriones salteños: Julio y Rosario. Era una tarde calurosa, muy calurosa. Mis anfitriones habían organizado un asado junto a sus amigos y estaba yo invitado. La sed se calmaría con cerveza, como debe ser. Y quise de algún modo compartir algo con los comensales. Traía harina de maíz para preparar una sopa paraguaya, así que cuando trajimos las cervezas también conseguimos cebollas y queso, además de leche. Quise convidarlos con una comida típica paraguaya que se consume en su zona de influencia. Es una torta salada cuyo principal ingrediente es la harina de maíz, a lo que se le agrega cebolla, queso, leche, sal y aceite. Una especie de fainá –dirían los comensales esa noche, en Daymán, ciudad de Salto. Durante la cena algunos probaron de primera, otros sugirieron que habrñia que agregarle pimienta y otros condimentos. Todos, sin embargo, esa noche disfrutamos de una agradable cena, asado con ensalada, chorizos… La comida fue la excusa ideal para reunirse y compartir. Una sana costumbre. Pensando sobre eso, esa noche, antes de dormir, me dije a mí mismo, que era la frutilla de la torta en la aventura que había empezado el 2 de enero de 2009. Eran unas verdaderas vacaciones, con reuniones de amigos, paseo por lugares maravillosos dentro del Uruguay y de Argentina, descanso del ruido habitual y de la rutina diaria. Se terminaba otra etapa del viaje. La noche estaba cubierta por una gruesa capa de nubes, pero las esperadas lluvias se seguían haciendo esperar. Era el comentario de la jornada. Entre chorizos y asados, se discutió sobre el tema, pues esta gente recorre los campos y comentó que veían animales muertos por doquier, que la gente debía perforar más profundo para hallar el vital elemento. Contaron de las aguadas secas, de la tristeza en los campos, de la gente que esperaba lluvias en la primera quincena de enero. Al día siguiente, recorrería mis últimos 500 kilómetros de viaje. Estaba agotado, pero muy feliz. A las 7:45 de la mañana volvió a sonar el despertador del celular. La línea argentina se interrumpiría en instantes más y sólo quedaría la línea uruguaya. Una despedida más. Empezaba la última jornada de regreso. El aire estaba templado a esa hora de la mañana, los colores que no pude ver la noche que llegué a Salto -en el viaje de ida a la ciudad de la Vuelta Fermosa- ahora sí. Pude disfrutar de todo lo que la oscuridad de la noche impidió. Tanta maravilla de colores que me propuse volver y recorrer con calma cada sitio, cada lugar en las costas orientales del Uruguay a la altura de Salto a Paysandú. Un viaje imperdible, inevitable, seguramente muy conocido por muchos. Quise conocer la meseta de Artigas, pero distaba a unos 15 kilómetros de la ruta, y era un camino de balastro. Pensé que me demoraría y no fui. Fue, desde ese instante, algo pendiente por conocer. También la Gruta del Palacio en cercanías de Trinidad. El Uruguay, siempre lo digo a los amigos y conocidos, tiene tanto para ver y disfrutar en tan pocos kilómetros, es un país con tanto para ver dentro de cortas distancias. Tan es así que hay un hombre, que lo recorre a pie, lleva en una carretilla todos los elementos indispensables y empuja, cada día algunos kilómetros más, su carretilla. Muchos son los que lo han visto, lo han ayudado o le han acercado algo para comer. Muchos comentan a una emisora de alcance nacional sobre su paradero cuando lo ven, en alguna de las rutas uruguayas. Cuando pasé por Andresito, mucha gente esperaba al Pepe Guerra en su última presentación como solista, ante la posible reunión con Braulio López, tras muchos años de no actuar juntos.

V La Vuelta Fermosa


La ciudad atardecía lentamente, el calor no se apagó sino hasta la media noche. Del equipo de sonido brotaban las notas de viejos blues de Ray Charles. Raro… pues tanta gente pasa el día escuchando chamamé o cumbias en estas zonas. Pero en la casa de mis padres, vive también mi hermana que gusta escuchar y tocar blues y rock. Y tiene, además su banda, con quien interpreta lo que llaman “puro rock formoseño”. Su grupo se llama Deeperblack y suena en radios locales, según me contó. Parece que hace un tiempo los jóvenes formoseños tienen una importante movida. Y en You Tube cuelgan videos que van experimentado… Pude ver videos de chicos que hacen fusiones de folklore y rock, chamamé instrumental, coplas y rock, y un largo etc. La tranquila vida de la Villa fue rotando a lento, pero continuo movimiento de ciudad fronteriza. Las FM pululan hoy en día. Hay sistemas de televisión por cable y satelital, estos inundan con nuevas propuestas y eso estimula el crecimiento, además las propuestas jóvenes son, cada vez mejor recibidas por programas realizados en al misma ciudad. Los jóvenes que viajaron a otras ciudades o provincias, se enriquecieron viendo otras posibilidades y al volver intentan darle un giro al modo de vida local. Muchos lo hacen, algunos inciden más que otros; pero la ciudad crece en habitantes, con personas que vienen de todos lados y eso también ayuda ampliar los gustos. Los que vienen traen sus costumbres, sus modos de hacer y eso también incide, es una ida y vuelta permanente. Más allá de los lineamientos políticos, la ciudad –cualquier ciudad- crece por efecto de distintas variables. No todo es explicable por políticas del gobierno de turno, por el modus operandi de sus ejecutivos, aunque tienen su peso. Y toda vez que se promueve el intercambio, la apertura, la convivencia con otras formas de pensar extra-regionales conlleva, seguramente, a una mayor amplitud de criterios, de visiones del mundo que, permiten el desarrollo. Así se ve la ciudad en dos ruedas… Algunas cosas parecen cambiar, pero no todas. Lo que pasa que muchas veces los cambios son lentos. Hay sectores de la ciuda donde parece que el tiempo se detuvo, no pasó, salvo algunas calles pavimentadas más. En otras zonas, justamente, las calles pavimentadas permitieron un desarrollo económico de porciones de barrios. Algunas veces es el paso deuna línea de transporte colectivo urbano lo que facilita eso, pues dicha calle es más vista por más gente, elo lleva al establecimiento de más comercios sobre dichas calles. Así es posible ver supermercados, talleres de bicicletas y motos, carnicerías, panaderías y otras cosas donde antes nada había. Girando por las avenidas se ve por ejemplo un enorme hospital que lo llaman, Hospital de Alta Complejidad, un nuevo estadio cerrado, usado para eventos varios. Atrás quedan también el estadio de fútbol y las plazas temáticas por donde mucha gente transita en horas de la tarde, cuando el sol cae, cuando el aire se pone menos caluroso. Algunas personas salen a trotar y otras, simplemente toman un helado o el clásico tereré para lo cual no parece haber hora de finalización, pues aún muy tarde en la noche se ve a algunas personas tomar el tereré. En dos ruedas puede verse también, por un lado y otro, a jóvenes reunidos, tomando cerveza o algún refresco, en la zona de la costanera. Esta zona es la preferida por muchos que tiene vehículos, tanto a la hora de la tardecita como de noche, pues es la parte de la ciudad más fresca. Puede verse una interminable fila de autos circulando unos detrás de otros, motos de distintas cilindradas, gente de a pie, todos muy distendidos. Algunas personas suben al mirador de la ciudad y desde allí aprovechan para ver la ciudad con la caída del sol. Es un antiguo silo convertido en mirador. El aire fresco sube desde el río y gira en la misma Vuelta Fermosa. El paisaje adquiere, desde el sitio, una dimensión diferente. El alma se llena de gozo, pues las aguas, aparentemente mansas, bajan por el río Paraguay, se ven barcazas, movidas por algún remolcador, lanchas transportando personas entre la ciudad de Formosa y la ciudad de Alberdi, pueblo del Paraguay que está justo en frente. Del otro lado del río se ve la ciudad de Alberdi, cuyas costas, según la época alberga barrancos o costas arenosas, pero también según la zona de la costa. Después de dar la vuelta el río, generalmente se forma una zona de playa, que en ocasiones ha sido muy visitada por los formoseños cuando se han quedado sin playa. Insólita situación al vivir sobre este gran río y con las altas temperaturas reinantes en el verano, que llegan a 45 o 49 grados centígrados. En las costas se alternan barrancos y playas, pero regularmente están tapizadas por camalotes. Lo cierto es que las subidas y bajadas del río inciden en la vida de los habitantes, de un modo u otro. Por ello, la construcción de costaneras es tan importante para la vida de la ciudad de la Vuelta Fermosa, fundada con el nombre de Villa de la Vuelta Fermosa, por el comandante Fontana en 1879. En la ciudad de Alberdi dieron también importancia a la construcción de una costanera, sostenida por tejidos y piedras, porque año tras año, la corriente se lleva porciones importante de tierra, que en general es bastante arenosa. Y en general, estas construcciones son elementos para dar cuenta de que, estas ciudades fronterizas, están creciendo, nótese o no. En 2 o 3 giros de ruedas se puede apreciar la importancia que tienen la enorme cantidad de árboles de mangos para los habitantes, pues se ven por doquier personas sentadas bajo su sombra. Aunque algunos no recogen la fruta, otros sí lo hacen y es un producto comestible y al alcance de la mano. También hay abundancia de citrus diseminados por las veredas y dentro de las casas. Todas, eso sí, con el tinte particular que le da el polvo a toda la ciudad. El viento norte es quien impone su fuerza, su ritmo a la región. Pues en ocasiones la temperatura llega a los 50 grados centígrados y la sensación alcanza los 56. ¿Quién puede andar tan campante en medio de ese horno en que se convierte la ciudad? Y eso parece peor cuando sopla el viento norte. Todo se llena de tierra, del gris polvo que llega a los más recónditos lugares de las casas, donde no hay franela que limpie, o aspiradora que lo saque de una. Aunque se me ocurre pensar que es el mejor lugar para vender aspiradoras y aparatos de aire acondicionado. La ciudad crece, a su ritmo, pero crece. En parte muy vertiginosamente, pero las obras de saneamiento no van al mismo ritmo y ello provoca, tras la caída de pequeños tormentas de lluvia de pocos milímetros, el estancamiento provisorio de las aguas en las calles. Además, hay problemas con el agua corriente, que lleva a un lucrativo negocio con la venta de agua en cisternas de 3000 o 5000 litros o en bidones de 10 litros. Tal vez, por estas temperaturas elevadas, algunos viajeros consideran a la zona como un pequeño infierno, pero todo es cuestión de costumbre. Lo cierto es que la ciudad en las noches, iluminadas por sus luces anaranjadas, simula bien un rojo infierno, que parece arder, desde la distancia. Contra todo mal protegen la ciudad de un lado la santa cruz y del otro la imagen de la Virgen Del Carmen, protectora de la ciudad. Son dos íconos, dos presencias que enmarcan la ciudad, denotan una forma de pensar y ver el mundo de los formoseños. Tras nueve días y noches pude disfrutar las calles y barrios de la ciudad, vi gente que conozco desde mi infancia. A algunos pase a saludar y a otros no quise importunar, pues con el paso del tiempo se impone una suerte de vacío, o quizás no, pero no sierre quise averiguar. Sin embargo, noté que algunas miradas se encendían, como diciendo, a éste lo conozco. El tema era ver si valía la pena interactuar después de tanto tiempo. Y me pasó algo curioso. En una salida en ómnibus local vi a una persona, pero me pareció demasiado joven… comparado conmigo. Creí a primera vista que era un antiguo compañero de la escuela secundaria, tan es así que le pregunté si era él, a lo que el poco sorprendido joven me respondió que no, era un hermano menor y que mucha gente lo confundía, que estaba acostumbrado. Le agradecí la respuesta y le envié saludos a mi ex compañero. Lo cierto es que el pasado se coló por doquier en mis idas y venidas por la ciudad, recuerdos varios y me pregunté sobre el presente, el pasado y decidí que el pasado debía quedar en el pasado, y que de él quedaba el calor, el viento y la tierra compartida por las distintas etnias que conviven, aún hoy en estas tierras. Guaraníes, tobas, matacos, españoles, italianos, polacos y criollos en cualquiera de sus manifestaciones. Se ve la cruza de etnias en los cabellos lacios, la tez oscura, los ojos negros o claros, el hablar cansino, las costumbres tan arraigadas. Volvía a mi mente al pensar en esta gente el problema de la distribución de la tierra, de la vivienda, del trabajo, del empleo público o privado, del tema del desempleo y las distintas formas de pensiones. Las largas colas de personas a la hora de la siesta esperando la distribución de alimentos como forma de pago de dichas partidas del estado. Y también pensé en las expresiones verbales despreciativas más usadas como: “sos un indio”, “ese tiene aspecto aindiado”, y un largo etc. que en nada ayudan a una mayor integración, de las personas. Pero todo esto es parte de la visión totalizante de eso que llamamos “lo formoseño”. Hay distintos aspectos, pero no este el lugar para tratarlos, pero sí para crear un punto de inflexión y detenerse. Pensar para seguir. Pensar para construir. El calor también tiene su lado agradable. Pues con la excusa de apaciguar el fuego las personas se reúnen a tomar cerveza. Y ello es más gratificante cuando quienes se reúnen son familia o amigos. Y eso es fácil de comprobar. Sin embargo, puede verse muchas veces a extraños que comparten una botella de cerveza mientras uno de ellos trabaja en la reparación de una rueda o en otra cosa, cliente y trabajador comparten para apaciguar el calor y surge una conversación animosa. Por mi parte pude compartir con amigos y familiares, al caer el sol, en casa de mis padres o a orillas del río, de varias reuniones. Congregados para compartir anécdotas del pasado o del presente, sueños y proyectos para el futuro inmediato. Enero es tiempote ese tipo de planteos. Entre quienes volví a ver estuvo Eduardo y su esposa con quienes compartí la alegría de recibir a un nuevo miembro en la familia. Entre empanadas y cerveza compartimos trozos de vida. La niñez vino de la mano de una antigua amiga de mi madre, y con ella, recuerdos de la escuela y los recreos. El viaje a la Vuelta Fermosa era un viaje en el espacio, pero también en el tiempo. Siempre es un poco así, creo. A orillas del río, en lo que era un antiguo galpón, construyeron un conjunto de restaurantes y bares que permite a los transeúntes de la costanera, disfrutar de un trago con vista al río. Allí, me di cita con un antiguo compañero de vida, un primo. Entretejimos historias, anécdotas, visiones de nuestras vidas y sueños. Fue una suerte de comunión, de pax, de reconstrucción de vidas a partir del relato. Pero fue también el punto de inflexión, para la toma de conciencia del aquí y ahora. Anduve las siestas y las tardes en el bi-rodado buscando huellas, sombras, raíces y los pedazos de historias para poblar las páginas en blanco de un futuro texto o hipertexto. Así, mientras descansé, también fui preparando el regreso. El combustible y el cambio de aceite se hizo necesario. No vendían, en ese enero de 2009, en todas las estaciones de servicio, combustible a quienes querían comprar provistos de un bidón. Estaba feliz pues estaba cumpliendo mis metas, y quizás hasta un poco más. Pero, de apoco, le fui dando forma al viaje de regreso. Mientras tanto compartí con mis padres y hermana, los sabores de la cocina materna, los buqué de vinos de la tierra patria, los gustos de las comidas tradicionales como la sopa paraguaya, el chipá, el chipá guazú, la mandioca simplemente hervida, la empanada de surubí y la de cola de yacaré, probada a orillas del río en uno de los restaurantes de la costanera. No faltó el dulce de mamón ni la champagna compartida con la tía “diabética” –Pety. (Lo que no sabía era que, esa, era una de las últimas veces que podría compartir con ella aquellas experiencias.) lo cierto es que toda excusa era buena para poder saborear cervezas de distintas marcas. Finalmente llegué al noveno día de estadía. Era la última noche. Era tiempo de despedirse, de intercambios de regalos, de buenos deseos, de retomar cada uno su camino. Fin y principio de nuevas experiencias, caminos entre líneas paralelas.

IV Tercer día de viaje


A las 7:45 sonó el despertador del celular. A las 7:50 volvió a sonar. Había que levantarse. No reconocí el lugar que veía ante mí, era extraño. Lo que tocaba no eran cosas que debían estar sobre una cama. Un casco, una mochila… ¿qué hacían allí? Me puse de pie y bajo la puerta asomaba un poco de luz. Me dirigí hacia allí y encendí la luz del cuarto. Las cosas volvían a tener sentido. La mochila y el casco estaban sobre la cama, así también el pantalón, la camisa que había dejado la noche antes de acostarme. La silla estaba ocupada por la alforja. Nada estaba sobre el suelo. Estaba todo ordenado y dispuesto para que la partida fuera rápida. Bastaba guardar un par de cosas y salir. 
  A las 8 horas, alguien golpeó la puerta, un par de veces. La voz era de la joven que atiende el lugar durante el día. Ella dijo: “Son las 8 de la mañana, buen día”. Simplemente contesté con un “gracias”. Mi voz aún sonaba adormecida. En tanto la voz de la joven sonó clara, llena de vitalidad. Estaba bien despierta. Me dirigí a la entrada y acerqué la alforja y la mochila, las cuerdas y los pulpos que usé para atar las cosas a Black Horse durante el viaje. Acomodé las cosas y lentamente salí hacia el acceso que había recorrido la tarde anterior. Desconocía los otros accesos desde otras rutas. Avancé hacia el punto donde estaba la Virgen, hacia el gran arco de entrada que había visto el día anterior. Consulté el mapa y sabía que debía tomar a la derecha. Había llegado por la izquierda. La imagen de la Virgen miraba al sol que salía por el este, lentamente. Miré en dirección al sol y a la ciudad de Mercedes y me despedí de ella. 
  Unos jóvenes trotaban más allá del acceso, llegaban a la intersección con la ruta 123, o sea, recorrían unos 4 kilómetros más de los que había desde el centro de la ciudad a la virgen que eran unos 3 kilómetros. 
  Llegué a la intersección de las rutas y volví a consultar el mapa. Revisé, cuidadosamente, las cuerdas y comí unas galletitas dulces. Eran mi desayuno sólido esa mañana. Debía tomar a la izquierda en esa intersección. El aire estaba fresco a esa hora. Era agradable el comienzo de jornada. Había que aprovechar todo lo posible la mañana. Cuando más al norte me dirigiera, sabía que sería más y más caluroso. 
  A poca distancia de haber dejado la intersección de rutas vi un conjunto de casillas improvisadas, hechas de madera y cartón -negras por el alquitrán. Eran improvisados puestos de venta de productos artesanales y recuerdos del gauchito Gil. Era esa la entrada al lugar de veneración al popular santo. Había mucha gente en esos puestos de venta. Algunas personas que cruzaban por la ruta se detenían e ingresaban a comprar. Minutos después retomaban su camino. Era temprano todavía, la mañana se estaba acomodando, las personas tomaban su desayuno. Me plantee si debía recorrer el lugar en esta oportunidad o dejarlo para el viaje de regreso. Quería hacerlo, me resultaba más que interesante conocer las historias de las personas sobre su devoción al gaucho, sobre la costumbre de peregrinar en estas fechas hasta aquí. 
  Muchos prometeros hacen largas caminatas o recorren mucha distancia para llegar. Vienen en busca de milagros, realizan pedidos y sacrificios en post de ellos. Esa congregación de personas permite que se realice una verdadera fiesta popular. Banderines extendidos de un lado al otro de la ruta, transversalmente, dan la clara impresión de que se realiza una fiesta. Pensé en el calor, y en que tendría que pasar por allí al regreso, entonces, opté por recorrer el lugar durante la vuelta. No fue fácil la decisión, quería material sobre lo ocurre allí en esa época del año. Lo obtendría después, por medio de la lectura de notas periodísticas de medios locales y por lo leído en Internet, por ejemplo en la página: http://www.pluscom.com.ar/index.php/cultura-subbellavista-83/7389-pasion-y-muerte-de-gauchito-gil-llega-al-teatro-de-mar-del-plata. 
  Continué la marcha hacia la próxima estación de servicio, hacia le próximo pueblo. Pero cuando llegué a la entrada me pareció que aún había recorrido pocos kilómetros. En el mapa figuraba un pueblo a 30 kilómetros hacia delante. Proseguí tranquilo. El camino estaba en reparación. A los lados se veía el verde pasto, cada vez más verde, más oscuro. Los esteros a los costados de la ruta eran evidentes. Más adelante encontré un curso de agua y un puente sobre él. Al sur del mismo, sobre una de las márgenes, aguas abajo, al este de la corriente, un grupo de carpas rodeaban una construcción de ladrillos. Seguramente es una suerte de parador, de cantina. Un camino llevaba hasta el lugar desde la ruta, en una suave pendiente. Unas lanchas con motor fuera de borda estaban allí amarradas. Un cartel más adelante indica que se trata del río Corriente. Tomé un pequeño descanso y registré unas imágenes del lugar, desde el mismo puente. Minutos después, continué la marcha. 
  El paisaje tenía un tinte mucho más esperanzador. Verdes oscuros se alternaban con verdes claros de plantaciones, marrones claros de aves pequeñas, algunas blancas garzas y otras más abundantes picudas aves de los esterales. Los pájaros más pequeños eran de un color muy vistoso, extraordinaria vista me pareció en ese momento. Era un regalo de la vida, tanta belleza, tanta abundancia después de los territorios muy secos que había visto kilómetros atrás. Me sentía muy feliz, este paisaje era como la otra cara de la moneda. Al sur, allá atrás, quedaban los ralos campos, las rocas aflorando y los arbustos espinosos. En esta zona la vida se presentaba en una fiesta de la abundancia, de la variedad. Igualmente los árboles se veían conformando islas en medio del campo inmenso. Cerca de la pavimentada ruta, pocos árboles se dejan, pero donde hay alguno, seguramente, encontraremos una cruz, unas cintas rojas o ambas cosas y es porque allí se recuerda al gauchito Gil. También puede ser el lugar donde falleció alguna persona. Pero el árbol justo allí está. Y surge, entonces, me pregunté, porque la naturaleza así lo quiso o fue plantado por los visitantes del lugar, quizás familiares de un fallecido o devotos de Gil. Esto parece la opción más creíble, acertada. Pues es claro que quien deba acudir a estos lugares debe protegerse de las inclemencias climáticas, temperaturas de 45 o más grados en enero. Entonces, qué mejor que plantar un árbol, que seguramente brindará sombra con los años a esa familia o a otro viajero, pues no hay otro árbol en muchos kilómetros sobre la ruta. A esa altura comencé a ver autos detenidos a la vera del camino. Seguramente, pensé, el calor surtía efecto sobre los radiadores. Pero otros, sin problemas a la vista, parecen querer estira las piernas, caminar, pues estar sentados tantas horas durante un viaje en auto cansa, tanto igual en una moto, lo estaba comprobando en mi propia experiencia. Por ello cada tantos kilómetros paraba a caminar o recrear la vista. Sólo esperaba que mi moto no tuviese algún desperfecto, porque no se veía a nadie en kilómetros. Pasaban y pasaban minutos y nadie me pasaba en mi recorrido. Al cabo de un buen rato llegué a la entrada de un pueblo que no figuraba en mi mapa. No quise entrar al poblado, pero sí me quedé en la estación de servicio que estaba en la entrada. En realidad, apenas si cumplía con la idea de local de venta de combustible. Todo es muy precario. La entrada al sitio está arreglada con piedras sueltas. Era claro que un tractor había provocado una gran huella, la cual era necesario evitar para llegar a la “estación”. 
  Black Horse estaba en buenas condiciones. Una mujer, de túnica blanca, una médico pues así se identificó, se aproximó a donde yo estaba. Señaló la chapa de la moto y preguntó: ¿De allí venís…? -Sí, de allí –respondí. Pero hoy salí de Mercedes. Hace un par de días salí de ese lugar (Montevideo) que figura en la chapa. -Tengo una Gilera de igual cilindrada; pero la uso para andar en la ciudad. No creía que puede hacer tantos kilómetros. -Pues yo pregunté a mi mecánico y él me estimuló a usarla sin temor. Anda y anda, me dijo. Te felicito -agregó-, debe ser una linda experiencia. Lo es -respondí.   "El paisaje está ahí. Es posible tocar cada cosa. En realidad sentís todo el viento, los aromas, las fragancias y claro… los zorrinos. Pero, cuando quieres ver algo, paras y los disfrutas, sólo basta detenerte y ya. Es una gran ventaja, que al viajar en ómnibus no podés. No es posible. Ella continuó: "Bueno… debo irme. Me alegro que disfrutes, adiós". Adiós… -proseguí- y si puedes, anímate a hacer algunos kilómetros también… 
  Un auto se había detenido, minutos antes del inicio de la conversación. Paró, bajo el techo de la estación de servicio, a cargar combustible. Dentro del Ford Falcon azul, venían 3 personas. Una de ellas vestía con típicos atuendos de gaucho, la mujer con vestido de paisana, de china –como se le dice. Los pañuelos, atados al cuello, rojos, como las cintas que usaban en las muñecas, eran claras indicaciones –al menos para mí- de que venían de la zona de veneración al gauchito Gil. Me acerqué, entonces, y con aire de reportero, les pregunté si venían de allí. Ellos contestaron que sí. Luego mantuvieron un breve diálogo conmigo que reproduzco aquí abajo. 
-Buen día. Disculpe la molestia –empecé a balbucear. 
-Buenas –contestó la mujer. El hombre se tocó el sombrero en señal de saludo. 
-Vienen del gauchito… 
-Pues… sí. 
-Disculpe, pero los vi con esos atuendos, que si bien son típicos de la zona, me llamaron la atención por los colores. ¿Vino a agradecerle? Le pregunté al hombre. 
-¡Y sí! Como todos los años. 
-Ah, viene todos los años. ¿Si le es posible me puede decir qué le pide al gauchito? 
-Y bueno… salud. En fin… 
-¿Quién era el gauchito Gil? 
-Bueno, dicen que un gaucho bueno, milagrero. Ayudaba a la gente pobre. Algunos dicen que le sacaba a algunos ricos y le daba a los pobres. 
 -O ayudaba a la gente con problemas –agregó la mujer. 
-¿Y saben por qué la relación con San La Muerte? 
Tomó la palabra el gaucho y comentó: “Lo que dice la leyenda es que a Curuzú Gil no lo podían matar porque era devoto de San La Muerte. Tenía incrustado, bajo la piel, una imagen de metal del santo. Por eso, cuando lo degollaron, su corazón seguía latiendo, aún después de desangrarse. Pero… eso es la leyenda ¡Quién sabe!...” 
-Interesante. Algo escuché, pues pregunté a otra gente más atrás. Estuve ayer en un lugar donde veneran la imagen de San La Muerte, al sur de Mercedes. 
-Sí, lo conocemos. Pero nosotros venimos a visitar a Curuzú Gil. 
-Gracias, han sido muy amables. -De nada… buena suerte. El hombre que manejaba el automóvil, que era la tercera persona que viajaba en el Ford encendió el motor y lentamente subieron a la ruta y tomaron en la misma dirección que minutos después tomé yo montado en Black Horse. Tras seguirlos con la mirada unos minutos me puse a ajustar las cuerdas con que ataba mi equipaje, pero primero cargué combustible, comí unas galletitas y tomé una gaseosa, que era mi desayuno de ese día. Vestía pantalones de jean, campera de nylon negra y zapatillas, muy distinto a como vestían los gauchos que iban en el Ford azul. Tomé entonces la ruta hacia el oeste, para poder llegar a la ruta 12. Me separaban 18 kilómetros de esa intersección a la cual me dirigía. La mañana aún estaba tranquila. No había demasiado tránsito ese domingo 4 de enero de 2009. Mi Black Horse caminó tranquilo a una velocidad entre los 60 y 70 kilómetros en la hora, promedialmente. Pero las condiciones del viento y la superficie de la ruta pavimentada eran óptimas, por lo que consideré aumentar la velocidad a 80 kilómetros por hora. Los autos cruzaban, quizás a 100 kilómetros la hora a juzgar por el tiempo que les tomaba superar a Black Horse. Los vidrios traseros de los autos exhibían un cartel con un número, el cual es 110 para los autos y 90 para los camiones. Son los kilómetros a que debe ir cómo máximo, cada uno. Lo cual parece una buena medida que casi todos parecen respetar. Pero siempre existe la excepción que confirma la regla. Sí, en un abrir y cerrar de ojos fui superado por un joven que conducía una motocicleta a una velocidad importante, muy veloz. Me superó en segundos y se alejó muy rápidamente. El conductor iba acostado sobre su moto, para lograr un mayor carácter… aerodinámico. Era increíble…no tanto por lo veloz, que lo era, sino por la falta de cuidado de la propia vida, en esos lugares donde no se ve un alma en kilómetros. Como conductor de Black Horse era consciente que el birodado llegaba a un máximo de 100 kilómetros la hora sin carga adicional. Pero más allá de eso, en ruta, en zonas donde a veces hay material suelto, una imprudencia de esas puede costarle a uno la vida. Ya que la velocidad para maniobrar se reduce, incluso la visión se achica. El paisaje a los lados de la ruta era de un verde oscuro en buena parte, luego viraba a verde claro. Había zonas donde era posible ver abundante cantidad de animales pastando. Además, cada vez se veían más y más palmeras. 
De la intersección con la ruta 12 tenía unos 30 kilómetros más hasta la próxima población, llamada San Roque. Fueron momentos agradables, tranquilos los que viví en ese recorrido. Sin sobresaltos. Era el último día del viaje de ida. Y era temprano aún. El calor, poco a poco, iba aumentando. La ruta se veía clara, sin mares o lagos como cuando hace mucho calor y la misma parece un espejo. Cuando estaba llegando a San Roque, la esperanza de llegar se ampliaba por la vista de grandes antenas, visibles desde lejos. Era como estar llegando… y no llegar. Al estar cerca de la entrada, a cientos de metros nada más, vi venir a un grupo de gauchos montados a caballo. Eran 4 jinetes que llevaban 8 caballos. Estaban ataviados con vestimenta típicamente gaucha, con facones a la cintura, sombreros, espuelas y botas. Claramente los caballos extras eran para el relevo, iban estos sin montura. Llevaban dos banderas. Una era la bandera Argentina y la otra era roja, que tenía una inscripción que hacía referencia al Gauchito Gil. Iban peregrinando hacia el lugar de veneración. En el poblado de Chavarría había visto otros gauchos, pero que viajaban en un automóvil Ford. En tanto, estos, emprendían su viaje a caballo. Quise capturar una imagen de esas personas, por ende, paré el motor, saqué la máquina y ellos gustosos pasaron lento para el registro. Fue muy agradable y se los agradecí. A esta altura de la ruta el pasto estaba muy cortado, el cielo estaba bien despejado, la visibilidad seguía siendo muy buena. 
  Finalmente llegué a San Roque. Buscaba una estación de servicio y necesitaba descansar, tanto yo como el motor de Black Horse. Supuse que en el pueblo habría una estación de servicio. Ingresé y vi casas muy antiguas, elevadas como un metro sobre el nivel de la calle, por lo tanto, acceder a ellas era posible por medio de escaleras y rampas. Había gente en las puertas, tanto jóvenes como adultos. 
  Era domingo y el ambiente estaba tranquilo, probablemente el mismo calor no invitaba a tener demasiada actividad. Así andando lentamente llegué a una plaza. Vi un templo en medio de la misma. Detuve el motor y baje provisto de mi cámara. Me dirigí al frente de la edificación. Era una buena excusa para descansar. Desconocía la sorpresa que me deparaba el sitio.    
   En el aire de la plaza había algo… Se escuchaba música, gente que cantaba y oraba. Era claro que lo que se oía era una misa. La construcción en medio de la plaza, era un templo católico. Pero… no había gente allí. 
  Con la cámara en mano me dirigí al interior de la construcción. Un hombre conversaba con una mujer a un costado del acceso principal. La construcción no era una iglesia, lo había sido sí; pero en este momento no había bancos allí. Tras cruzar el umbral se veían cosas antiguas, artefactos viejos, libros, armas y muchos otros objetos que estaban cuidadosamente colocados en vitrinas o acomodadas en soportes para ser observados. Pero allí, desde la misma entrada, en el suelo, entre las piedras que tapizaban el piso, había mármoles con inscripciones… Eran, ni más ni menos que tumbas. Sí, tumbas en el piso del antiguo templo. En la parte opuesta a la entrada se conservaban los elementos propios de un altar, con la disposición de las cosas conforme se usaba antiguamente; esto es, del modo que se usaba cuando el celebrante oficiaba de espaldas a los feligreses. 
  A los lados del único salón que conformaba el templo, había dos enormes puertas laterales de madera noble, permitían el acceso a galerías laterales que comunicaban con el resto de la construcción como a la entrada del campanario y al resto de la plaza. 
  El hombre que estaba conversando en la entrada se acercó y viendo mi interés por las cosas, puesto que yo estaba tomando fotografías, me preguntó si había visto la puerta. Y respondí que sí. Y agregué: “Son altas, enormes en verdad…” El hombre que vestía de modo sencillo, de camisa liviana y mangas cortas, era el encargado del museo. Me miró y con una sonrisa me señaló, otra puerta. Una que había a un costado. Admití que no había reparado en ella. Entonces, amablemente, el encargado me relató lo sucedido al gaucho Aparicio Altamirano. Es decir, me comentó una de las versiones, que dicen “la más creíble”, y de la que, esta puerta es el artefacto manifiesto, el signo del hecho que me relató. El punto de colisión de algunas de las balas que mataron a Altamirano. Y por ello es que se exhibe. Dicha puerta era –cuenta mi interlocutor, según el relato popular más creíble- de la casa del compadre Velardo, ubicada en el Paraje Lomas Sur. 
  Tal parece que estando enfermo Altamirano se refugió en casa de su amigo y fue encontrado allí por el rastreador Mayo Mesa, quien cruzó fuego con el gaucho. Si bien escuché atentamente lo expresado por mi interlocutor no tomé nota, por lo que, lo que estoy refiriendo es producto del recuerdo de lo conversado. Sin embargo, será fácil comprobar el relato buscando en Internet o en bibliografía especializada. Sugiero por ejemplo, la siguiente página: http://www.pluscom.com.ar/index.php/cultura-subbellavista-83/8131-aparicio-altamirano-10-abril-1933-2010-la-leyenda-el-mito-continua 
Fue interesante que buscando una estación de servicio hallé un manojo de historias, objetos y signos de otros tiempos. Entre las cosa del museo me llamó la atención una gigante olla de hierro. Sí, es enorme. Era una olla –me explicó el encargado del museo- del regimiento paraguayo que peleó -en la zona- contra el ejército de Corrientes. El gobierno -que habitualmente residía en la capital- debió trasladarse al sur, a San Roque -por el avance paraguayo. En esa zona, entonces, se libró una importante batalla. Y los sepultados en el templo son los héroes -militares y civiles- que defendieron el lugar. El relator comentó cómo aquellos gauchos de la zona eran, a veces, protegidos por los caudillos políticos -de uno u otro bando- pero cuando no era así estaban a su merced, aunque, como en tantos casos, fueron protegidos por la gente común. El descanso se extendió casi una hora. El relato fue por demás entretenido. Tras tomar un par de fotos de la puerta y con la colaboración del empleado, logré una mayor luminosidad y ubicación del cartel que daba cuenta de lo que era o significaba esa puerta. Después volví al camino, es decir rehíce lo hecho hasta allí. A una cuadra al norte de la entrada, había una estación de servicio. Allí me quedé unos 15 minutos, cargué combustible y seguí la marcha. 
  El descanso ya lo había tomado en el antiguo templo, hoy museo, en San Roque. El próximo sitio distaba a unos 35 kilómetros al norte. Era el punto donde se cruzan la ruta 12 con la 27. Una estación de servicio con un parador muy bien equipado recibe al viajero. Es perfecto para descansar pues cuenta con aire acondicionado, televisor, comida pronta y productos regionales. Al lado hay, además, un pequeño hotel nuevo. El aire acondicionado del parador es imprescindible para poder descansar, al menos por un rato, a mitad de la jornada. La carretera empezaba a brillar, aparecía, poco a poco, esa imagen de lago hacia delante sobre el camino. El calor se comenzó a sentir. Si bien tenía conmigo el equipo de tereré pronto para usar, no quise hacerlo, pues preferí beber lo suficiente y necesario. La idea era no deshidratarse, pero tampoco precisar detenerme más de lo necesario… 
  El sol brillaba con intensidad, ninguna nube provocaba sombra alguna. Había que seguir y seguir. El ruido del motor parecía normal, entonces, nada de qué preocuparse había. A marcha constante, a una velocidad de entre 65 y 70 kilómetros en la hora llegué al cruce de rutas. Para el próximo destino faltaban unos 37 kilómetros. Sabiendo esto, los mapas indicaban que a 57 kilómetros estaba la ciudad de Corrientes y a 200 más de allí estaba el destino final: Formosa.
   A 9 kilómetros estaba el poblado de Saladas, un lugar al que no necesitaba llegar, pues me alejaba de la ruta. Como en otras estaciones de servicio, no en todas, había aire acondicionado. Los baños estaba en muy buenas condiciones, limpios y nuevos. Hay además cabina telefónica. El lugar -la entrada- está adornada con unas palmeras y pasto muy cuidado y un sistema de sombras producidas por un conjunto de mallas de plástico. En la estación se repiten escenas… Autos y camiones, con gente que ríe y de aspecto cansado, que tras comer, refrescarse y parlotear, prosigue su camino. Lo interesante es que el verde se va volviendo, cada vez, más intenso en esta parte del camino y más variedad de aves pueden avistarse. 
  Era el tercer día de viaje y a pesar de haber descansado sentía el cansancio. Las piernas, los brazos, la espalda daban indicios de estar cansado. Después de tomar líquido, comer algunas galletitas y disfrutar del aire acondicionado, retomé la marcha. 
  En la próxima parada pensaba almorzar. Quería ver el río Paraná, su fuerza, su furia como roja sangre que corre por estas venas de América del sur. Poco a poco, parecía que las distancias costaban más en recorrerlas. El tiempo parecía detenerse o la ansiedad aumentaba. El viaje se empezaba a volver monótono, entre tanta llanura. Pero no era así, aparecían agradables paisajes que impregnaban la retina dándole vida. Aves zancudas cada tanto alzaban vuelo. Algunos lagartos se veían en la ruta, por lo general muertos, aplastados. Sólo uno, uno sólo, pude ver vivo en mi camino. Ninguna víbora, lo cual era insólito en esta zona tan calurosa. También aparecían, cada tanto, extensiones de pasto quemado. 
  San Lorenzo estaba cerca, pero no me detuve allí. Proseguí hacia la ciudad de Empedrado. Quería comer pescado, ver el río Paraná. Al fin, sobre el medio día, con la ruta quemando las ruedas, llegué hasta la entrada del pueblo. Un cartel anuncia en letras rojas sobre un fondo blanco el nombre del pueblo "Empedrado", y abajo una leyenda dice: “La Perla del Paraná”. A un costado, al sur del cartel está la imagen de la Virgen de Itatí. A los lados, además, hay una oficina de la Dirección de Turismo de la Provincia de Corrientes que estaba cerrada a esa hora del domingo; del otro lado un mural con motivos indígenas. 
  Ingresé la calle principal y recorrí hasta el final, buscando un modo de bajar hasta la costa, pero no encontré forma. Pregunté a un habitante del lugar y me explicó que desde que se privatizó la zona de la costa sólo pagando se podía acceder. Seguramente había una forma de llegar pero no quise detenerme en esa búsqueda, por lo que regresé a la entrada en busca de un lugar propicio para almorzar. Había cambiado mucho el aspecto del pueblo desde la última vez que estuve allí. Desde donde se podía llegar con vehículo era posible ver el río, majestuoso, rojizo, impetuoso, en movimiento. Pero no era posible tocarlo, acercarse y sentir su agua. Recorrí con Black Horse toda la calle principal en sentido contrario, hacia la entrada, hacia la ruta. Sobre la margen norte del camino de entrada, a escasos 50 metros hay una parrillada, que tiene un poquito sombra bajo unos arbustos. Allí estacioné a Black Horse y me dirigí a tomar el almuerzo. Permanecí allí por espacio de una hora. Miré un poco de televisión, pero no pude comer pescado porque en el lugar no servían nada a base de pescado. No había aire acondicionado, sólo un ventilador grande cuyo ruido monótono provocaba una suerte de hipnotismo o somnolencia. El calor sumado al cansancio incitaba a tomar una siesta. De hecho, algunas personas dormitaban, echadas sobre el pasto bajo la sombra de unos arbustos, cerca del bar. 
  Con pocas ganas, en verdad, luego de una hora de descanso, retomé el camino de ida. Avancé hasta llegar a un lugar donde había un gran árbol. Era ideal parar allí para cargar combustible. Minutos después proseguí. 
  La siesta avanzaba cuando pasé por la ciudad de Corrientes. Muchas personas circulaban con motos de baja cilindrada. En la terminal de la ciudad el gentío esperaba los ómnibus sentada a la sombra. En los bares cercanos algunos tomaban refrescos, haciendo tiempo, deteniendo sus actividades a la hora de la siesta. Pude ver algunos vendedores de chipa correntina ofreciendo su producto -otrora artesanal, hoy industrializado, por decirlo de algún modo- en paradas del transporte colectivo local, en cercanías de supermercados o del hospital principal de la ciudad, el Hospital Escuela. 
  A pocos minutos de dejar la terminal llegué a la zona de la costanera Podía ver -ahora sí- al río, al majestuoso Paraná. El puente imponente se extiende de una costa a la otra del río sobre las siete corrientes. Sobre la margen este y al norte del puente, la arbolada costanera era transitada por importante número de personas. Al sur del puente pude ver lo que fue una novedad para mí, un nuevo balneario y la construcción de una nueva avenida costanera. Corrientes seguramente tiene otras cosas para mostrar, para ver, otros cambios, pero no quise detenerme, pues recorrer significaba tiempo, quizás no tanto, pero no era la hora de la siesta el momento ideal. Sólo las chicharras chillaban con fuerza. 
  Parecían disfrutar quienes estaban en la playa. En el río, algunos malloneros dormitaban bajo los furiosos rayos de Ra. El puente estaba muy transitado, como un sendero de hormigas. En un sentido y en otro, cruzaban autos, camiones, motocicletas, gente en bicicletas o caminando. Mucha gente rumbo a sus merecidas vacaciones. Algunos con tablas de surf, o con canoas. 
  El Paraná, en todo su esplendor, corría de norte a sur. Millones de litros por segundo… La vista es siempre agradable desde el puente Gral. San Martín, tanto al mirar hacia la ciudad de Corrientes como al mirar hacia el lado chaqueño. Hacia la provincia del Chaco se ven los bosquecillos de palmeras, arbustos y los cuantiosos arroyos llenos de camalotes o plantas de irupé que desembocan en el río. El colorido es impresionante, la abundancia de flores es riquísima. Garzas blancas y bandadas de pájaros se dan cita allí, sumándose al gentío que corre por la vía terrestre. El ganado vacuno, un tanto alejado de la ruta, pasta tranquilo. Se los ve descansar a la sombra de los arbustos y árboles. Las personas que se ven, ya más cerca de la ciudad de Resistencia, también descansan bajo las sombras de los árboles. Se ven personas en reposeras, dormitando, escuchando en la radio AM, chamamé. El cielo no tiene clemencia –dijo una mujer con quien hablé en la salida norte de Resistencia. Y agregó: “No llueve hace meses, amaga, amaga pero no llueve”. Se lamentó y rogó en guaraní. La ruta estaba que ardía a esa hora. Le pregunté a la mujer por una estación de servicio, que sabía que estaba, no muy lejos de allí. Ella me confirmó que aún existía la misma. Con la seguridad de que encontraría una estación más adelante me coloqué el casco y continué. A 7 kilómetros más adelante encontré la estación de servicio. Estaba cansado, el tercer día pesaba. Pero sólo restaban 170 kilómetros para llegar a la Vuelta Fermosa. 
  En la estación me niegan la venta de combustible si es que lo cargaría en un bidón. Pero era mi combustible de reserva. Les explico que para mí es fundamental contar con esa reserva, que me permite una autonomía mayor que la proporcionada por el tanque de la moto. Insisten en que tiene prohibida la venta en bidones. Pero insisto y argumento mis razones, les muestro mis mapas y la chapa de la moto, les cuento que es mi tercer día de viaje y que quiero llegar a mi ciudad natal. El empleado me reitera que esa es la orden del empleador. No me doy por vencido y pido hablar con el encargado. Pero me indica que no está. Alguien debe haber responsable –digo. ¿O es usted? Pregunto al hombre que me atendía. Mientras tanto dejé la moto a la sombra, me senté un rato. Finalmente pude hablar con el encargado, que era el hijo del dueño y expendía en la parte del kiosko de la estación. Al cabo de media hora me vendieron el preciado combustible. En ese tiempo aproveché para tomar medio litro de agua fresca, tan necesaria. Al tiempo que compartí unas galletitas y un par de latas de atún que no usaría, con un joven que depende de la misericordia para sobrevivir. Fue cuando pensé… habiendo tanta tierra, tanto ganado, era impensable ver tanta gente con hambre por doquier. El viejo problema de la distribución, de los juegos de poder, de los dobles discursos, del te saco por el poder que emana de vos, si vos que me votaste y te doy si quiero. Discursos y más discursos y pocos hechos de ayuda concreta. Líneas paralelas. Todo el tiempo se acercan, se alejan, nunca se tocan las líneas paralelas. Los hombres y mujeres de arriba y las mujeres y hombres de abajo. Dos mundos y un mismo suelo. Duele el suelo patrio que sangra, sangra rojo como el Paraná, Bermejo, Colorado. Salta La rioja, implora San Juan, Entre Ríos, Corrientes pero no soplan Buenos Aires y todo te rogamos Santa Cruz… Tierra del Fuego te rogamos San Salvador de Jujuy, de rodillas en la Vuelta Fermosa al son de una baguala. 
  La tarde avanza, el sol deja su huella en forma de espejos sobre el asfalto, como mares, como ríos… A un lado y otro del camino crecen bosques de palmeras, entre ellos montones de caraguatás pueden verse, así como otros tipos de vegetación del sotobosque. También pude ver zonas muy secas, con pastizales amarillentos que se tornan verdes en derredor de arroyos y riachuelos. Poco a poco, la tarde fue avanzando. Y no vi más oasis… Tal vez sí, un arbusto proyectando su sombra sobre una porción de banquina y sobre la ruta, pero nada más. Allí detuve a Black Horse, que pareció casi, casi, detenerse solo. Se terminó el combustible y era un lugar ideal para trasvasar el elemento esencial para su funcionamiento. Usé en ese momento la reserva que traía en el bidón. Una cosa que noté fue que el paisaje me resultaba conocido, pues durante muchos años crucé por estas rutas, por la 11, cuando estudiaba en la ciudad de Corrientes. Es la realidad de muchos jóvenes estudiantes del interior del país, que para poder continuar estudios, deben emigrar. Y eso marca en sus vidas, un antes y un después. Son 5 o 6 años que se va el joven a estudiar, a vivir a otras provincia a aprender nuevas costumbres y lleva las suyas consigo y traspasa esas costumbres a otros, como la de tomar tereré. Crea allí, en esa nueva tierra, sus primeras estrategias en el arte de vivir. Comienza a experimentar su independencia en distintos aspectos. 
   Aprovechando la sombra me senté a descansar, a recorrer mentalmente el largo camino realizado hasta el momento. Estaba satisfecho. Descubrir el paisaje –pensé- es como descubrirme a mí mismo en medio de la tarde, sentado sobre el pasto, a la sombra del único árbol en kilómetros. Sentí, en ese punto, a unos 1200 kilómetros del punto de partida que mi sueño estaba siendo realidad, una meta estaba convirtiéndose en punto de llegada real, palpable. A menos de 100 kilómetros estaba mi destino, pero cada hito, cada lugar visto o visitado fue también un hallazgo feliz. Un trago de agua -que estaba algo caliente- tomé. Luego respiré profundamente y seguí el viaje. 
   Poco a poco, el sol viraba de amarillo a rojo y con él, el cielo se oscurecía, pasaba de celeste a azul oscuro. Me coloque, entonces, el chaleco fluorescente con cintas reflectivas. El calor se sentía en el aire, estaba seco, se percibía algo de humo en ciertas zonas. Iba cantando, esperando que el final de la atardecer me encontrara sentado, en familia compartiendo una cerveza, bien fría. La última etapa del viaje iba transcurriendo tranquila y al iniciarse la noche, llegué a la zona del aeropuerto formoseño, al acceso sur de la ciudad. Las luces anaranjadas me anunciaban la proximidad de la misma. Me encontré con la inmensa cruz y su plazoleta, donde pude ver los pesebres, que cada año instalan allí. Giré en redondo sobre la rotonda para tomar el camino que llamamos circunvalación, para ir al acceso norte. Los barrios de viviendas, algunas de ladrillos vistos, pululan en derredor. Algunas viviendas están pintadas de blanco y otras tienen un color cemento claro o pálidos. Se suceden unos a otros los complejos habitacionales, construidos por el gobierno nacional o provincial. 
  Faltaba desde esa zona, donde me detuvo un semáforo, unos 5 kilómetros para la última parada. Al fin- dije. Después de 3 días terminaba el recorrido. Eran momentos de ansiedad, de encuentro, era volver… Estaba cansado pero feliz. Feliz por cumplir con el objetivo. Llegué al portón de entrada de la casa y vi a mis padres, estaban haciendo lo que esperaba hacer en unos minutos más… descansando, cómodamente sentados en reposeras… El cuentakilómetros marcaba 17.800.
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