domingo, 30 de abril de 2017

El hombre del monte

En la tercera visita a la zona de la laguna Rodríguez tuve la oportunidad de conocer a una cuadrilla de obreros de las vías férreas. Estos hombres recorren varios kilómetros del sistema reparándolas. Sus pieles están curtidas por el trabajo a la intemperie. A veces cambian porciones de rieles, tramos cortos que están en mal estado. Otras veces reponen los durmientes viejos, que se están quebrando y pueden poner en riesgo la circulación.
En uno de los extremos  de la laguna Rodríguez hay un hermoso puente de acero y cemento armado revestido con piedras. Los pilares son de hormigón, en tanto, el puente en sí es de acero, chapones gruesos, bulones y remaches grandes y los durmientes de madera dura, noble, como la del quebracho colorado. Estaba siendo reparado y don Sebastián Cano, dueño de algunos de los campos de la zona convidó con un cordero a los trabajadores, en su segundo día de labor en la zona del puente.
Dos de los obreros de la cuadrilla que viajaban en una zorra con motor habían hecho el relevamiento de lo que se precisaba, en el transcurso de los últimos meses. Ellos le comentaron al capataz de lo avistado en uno de las incursiones por el tramo cercano al puente: "Andaba un hombre raro por los alrededores. Lo extraño era que parecía estar cubierto por abundante pelaje, sea que llevase encima algún cuero de vaca o que él mismo estuviese cubierto por abundante pelo..." Esta era la declaración hecha por los trabajadores en una suerte de bitácora que llevan adelante en su recorrido. En la misma anotan tanto el material que se precisa, como el estado de lo que deben reparar, llevan una máquina de fotos con la cual ilustran el texto que van elaborando.



Salí con mi cámara a registrar el hermoso paisaje que en parte conocía, pero que parecía cambiar con cada estación en que la fuimos visitando, con los amigos de la pesca y caza. El atardecer fue un momento increíble. Fui hasta el puente donde los obreros terminaban de reemplazar algunos durmientes y un sector de riel. Ellos me contaron sobre las zonas donde habían visto al "hombre" que corría medio erguido, medio encorvado entre arbustos del monte y más allá, sobre la pradera.  Ellos se referían al ser extraño como "bicho" y otras como  "hombre". Aseguraban que lo habían visto recientemente y más de cerca, no tanto, pero sí para distinguir que se semejaba más a un ser humano. "Anda parado, es un bicho raro. Parece un hombre porque lo vimos de pie, pero su abundante pelo no coincide con un hombre común. Lo vimos perderse entre los arbustos, caminaba veloz y por momentos como agachado, rengueando..."−comentaron los obreros.      
  El atardecer estaba increíble. El sol se ponía tras la colina. Hice foco sobre la parte alta de la colina más cercana. Me pareció una imagen increíblemente bella. Anaranjados, rojizos tonos que se mezclan con la negrura de los arbustos y sus ramas. Sin embargo, la imagen fue doblemente increíble, cuando la vi en la pantalla de mi notebook días después. Había capturado la imagen del ser al que se referían los obreros. Era una persona, un tipo erguido. Y no un paisano del lugar. No, se veía una figura negra, como los arbustos, una silueta distinta de los árboles; pero que no pude distinguir en la pantalla de la cámara de foto y video. Hice varias tomas de la puesta de sol y esa figura oscura se movió en esos instantes. No era un árbol con sus ramas, era algún tipo de animal erguido y cuando vi las fotos en la computadora conocía el secreto que encerraban. Pero no me adelantaré, amigo lector.

Al día siguiente que registré las fotos nos visitó don Sebastián Cano. Lucía un tanto perturbado, se frotaba el bigote reiteradamente. Dio algunos rodeos hasta que por fin desembuchó: "Anoche alguien mató dos ovejas del puesto de arriba. Son unos vecinos amables y están indignados. Les mataron los bichos y sólo se llevaron el cuarto trasero de uno y dos cuartos delanteros del otro animal..." –aclaró, en un tono angustiado y hasta amenazante por momentos.
     ̶ Pero... ¿ Y quién pudo ser? –le dije, con la voz más firme que pude lograr. El hombre parecía enfurecerse a medida que relataba lo acontecido. Los obreros habían partido la noche anterior, rato después que yo había hablado con ellos. Don Sebastián los había convidado con un asado de cordero como recompensa por la labor, pues también él usa el ferrocarril para llevar parte de su ganado. La noche en cuestión estaba tranquila, fresca. Cuando llegaron don Sebastián en compañía del peón no hicieron ruido alguno, sino hasta que estuvieron demasiado cerca. Después, sólo después, se me ocurrió que quizás buscaban atraparnos con las manos en la masa, pero no fue así. Habían tenido mala experiencia con otros acampantes y estaban algo desilusionados. En el fuego hervía la olla con la buseca cocinándose a fuego lento. Era el producto del trabajo de Gustavo, Chino y Eduardo pues cada uno había hecho algo para lograr que la olla estuviese llena.  El aroma inundaba todo el monte. Después de un rato de charla la tensión bajó y ellos se despidieron. Antes compartieron un trago de wiski.  Era de mañana y ellos aceptaron participar de unas partidas de truco en la noche.
̶ Vendré acompañado con don Rubito y algún peón para hacer un pequeño campeonato de truco –dijo, con un tono mucho más amable que el usado cuando llegó.
De tardecita, vino el peón que conocíamos y trajo un cuarto de venado que ellos habían cazado días antes en los campos de don Rubito. Era para compartir durante la noche.   Gustavo y el Chino se encargaron de prepararlo.
Sobre las diez treinta de la noche, un poco más o menos, don Sebastián, don Rubito y el peón se acercaron al campamento a orillas de la laguna. Sobre la parrilla se cocía, a fuego muy lento, el trozo de venado, dos colitas de cuadril, en tanto en una olla de hierro cuadrada se cocinaban dos calabacines que se rellenaron con queso, cuatro boniatos y un kilo de papas blancas con cáscara. El aroma llenaba todo el lugar y se extendía más allá de la laguna. Se había terminado la bebida sobre el medio día, por lo que Omar y Gustavo fueron al pueblo a conseguir más provisiones. Trajeron suficiente como para un regimiento sediento.
Don Sebastián, apenas llegó aclaró que traía un rifle con un dardo provisto de un poderoso sedante. Lo hizo ante nuestra mirada un tanto incrédula. Comentó que tenía la firme intención de cazar al bicho del monte ese, fuese lo que fuese. Un par de semanas atrás había consultado con un amigo veterinario y éste le había conseguido dardos y rifle. Todos los chacareros de la zona estaban en sobre aviso. El arma en sí no llamaba la atención, aunque sí los dardos. Nos pareció increíble la idea de querer cazar, capturar con vida al bicho; sin embargo, como me habían relatado los obreros, era el bicho muy parecido a una persona normal, aunque peludo. Yo había compartido lo que me relataron a mis compañeros de campamento.
Las carnes chillaban sobre la parrilla. Los calabacines y la bebida comenzaron a correr enseguida. Se sucedieron anécdotas y cuentos de todo tipo y color. Historias de pescadores y cazadores. Fue muy divertido escuchar y darse cuenta de quién exageraba más sobre el animal o pescado capturado. Incluso uno, el Hugo, recordó que tenía grabado un relato de un tipo que dijo conocía a unos viejos polis que habían cazado aborígenes a orillas de un río al norte del país vecino. Recuerdo que el relato llevaba por título "cacería en enero". Y lo tenía grabado en el celular y nos hizo escuchar.  
Como un par de horas después de empezar los partidos de truco y comida vimos como, sigilosamente, el peón, "Orosindo", se acomodaba sigilosamente detrás de don Sebastián. Pensamos que había enloquecido. Sin embargo, nadie dijo mucho. Bueno, los rostros eran muy expresivos, al menos los nuestros, los acampantes. Don Sebastián con un gesto nos convocó a seguir como si nada pasase. Y sin entender mucho, le seguimos el juego. Después supimos que Orosindo había visto moverse el follaje en la orilla de enfrente y podría ser la presa de caza. Esperó en su posición casi media hora, mientras el juego continuó, así como la bebida.
Cuando don Rubito cantó un "truco" se escuchó un disparo al unísono y fue certero. La mira telescópica de visión nocturna que tenía adosado el rifle lo permitió. El bote inflable que esta vez funcionaba, pues se lo había mandado reparar, tras no poder usarse la primera vez que fuimos a la laguna, permitió que linterna en mano, don Sebastián, Eduardo y el peón cruzaran al otro lado. Veinte, eternos,  minutos después colocaban el cuerpo del hombre del monte sobre el bote para cruzarlo.
El hombre era un tipo bajo, con abundante bello, casi como un simio, pero no tanto realmente. Llevaba un cuero de vaca cruzado a la espalda y un pantalón vaquero muy gastado y sucio. Durmió como dos horas. Tras despertar descubrimos que no hablaba, en realidad era casi como un gruñido fuerte lo que emitía. Pero se le caían los párpados producto de los efectos del tranquilizante que poseía el dardo. De a rato parecía balbucear algo. Lucía un buen estado físico.
La partida de truco no siguió. Sí corrieron más bebidas y carnes asadas. En poco rato se hicieron más de un centenar de fotografías. Se lo cubrió al hombre con una manta y se lo inmovilizó con cuerdas, aunque se evitó producirles alguna lastimadura. Don Sebastián dio parte a la policía. Ellos traerían un médico para examinar al masculino, en la mañana. No llegarían antes de las diez u once la mañana.
Tras este caso, ninguna historia de cacería o pesquería quedaba grande. Esta era "la historia", la más fantástica y, sin embargo, verdadera que todos tendríamos para contar de ahí en más. Sería la anécdota de cuando hallamos al hombre del monte. Las fotografías no nos permitirían olvidar... ni exagerar.
Pedro Buda
Walter H. Rotela G.
2017   

martes, 25 de abril de 2017

El bicho del monte ataca otra vez

Registro y edición de imagen Walter Rotela 

Era la segunda vez que acampábamos en el monte a orillas del Rodríguez. Nos sentíamos cómodos y a la vez gratamente sorprendidos por la tranquilidad del lugar. Se escuchaba el sonido de las hojas moviéndose en los arbustos. Sobre la superficie de la laguna se formaba, a esa hora temprana de la mañana, suaves ondulaciones que rompían en la orilla. Una combinación que adormece los sentidos. 
Juntamos leña, ramas caídas de los alrededores y empezamos a armar la fogata que no se apagaría hasta el fin del campamento. El agua para el mate salió en poco tiempo. Tras eso calentamos el aceite para freír las tortas fritas. El olor se extendía por dentro del espeso manto verde que se extiende a todo lo largo de la orilla.
Uno de los peones de campo se acercó a caballo. Arriaba cabezas de ganado cuando sintió la fritura. Lo convidamos y quedó encantado.  Él devolvió la gentileza compartiendo una botella de anís que traía colgada en la montura. El trago fue bienvenido. Entre mate y mate lo consultamos por unas huellas que volvimos a ver a orillas de la laguna. Le contamos que las habíamos visto en la visita anterior y que nos llamó la atención. Le explicamos que si bien la habíamos observado con atención no pudimos determinar de qué animal eran las huellas.
̶ Lamento... Lamento pero no sé, tampoco, de qué son. Nosotros también las vimos y aunque creíamos que pertenecían a un jabalí... No corresponden –dijo el paisano.
̶ Nos contaron que mató a un perro, al blanquito ¿no? –le dijo el chino, que disfrutaba de los perros y, en esta oportunidad, había traído uno de los suyos para salir a cazar.
̶ Sí, es cierto. Le destrozó la cabeza –confirmó el peón. Su mirada se perdió en la otra orilla. Quedó muy quieto sorbiendo un amargo. Se encogió de hombros por un rato que pareció interminable. El sol comenzaba a asomarse por encima de la colina del este. Se acomodó el sobrero y avisó que quedaba a las órdenes. Nos pareció una despedida abrupta; pero pensamos que este gaucho moderno ,que anda con su celular encima,  tiene sus cosas y así hay que respetarlo.
Cuando el peón montó se volvió hacia mí –que lo había acompañado hacia el borde del monte donde dejó pastando a su caballo– y en voz baja me dijo: "Tenga los ojos abiertos. Pa' mi que el bicho ese... Anda suelto. No sé por qué; pero por si las moscas..."
− Bien... estaremos atentos  −le prometí llamarlo ante cualquier eventualidad. Lo vi alejarse lentamente, mientras prendía su tabaco armado minutos antes cerca del fogón, mientras amargueaba.
Al regresar al campamento los amigos estaban en silencio y mirando hacia la otra orilla. Uno de ellos tomó la cámara de fotos e hizo un par de disparos. Al verme llegar se acercó y me mostró la última foto. Me sorprendió.
Para este campamento nos organizamos mejor que para la vez anterior. Éramos los mismos seis y eso era bueno. Dos irían a cazar mulitas con el perro; dos cocinamos el cordero recién carneado en la madrugada, cuando llegamos al puesto de doña Rica. Los otros dos pescarían.
Eduardo y yo nos dividimos tareas. Él fue a buscar más leña y yo preparé la carne. Armé los fierros para encajar el cordero que lo haríamos a la estaca. Arrimé más leña y distribuí brazas. A mi costado se calentaba agua. La olla con la grasa se enfriaba más allá. Los que pescaban estaban absortos en lo suyo. Uno de ellos, sin embargo, oteaba en dirección a la otra orilla. No decía nada; pero estaba atento, o mejor serpa decir, lucía preocupado. Resté importancia al asunto. Quizás aún estaban con sueño. En realidad no habíamos dormido esa noche, pues estuvimos viajando toda la noche para llegar a la laguna.
Eduardo volvió con ramas y con una sonrisa extraña. Le pregunté qué pasaba.
̶ ¡No vas a creer! –me dijo. Seguía sonriendo pero con una sonrisa involuntaria.
̶  ¿Qué... no voy a creer? –le respondí, mientras me servía un mate y me acomodaba en la silla plegable.
̶ Escuchá... –me dijo, al tiempo que reproducía una grabación hecha con su celular.
̶ ¡Y eso! Es como un gruñido... –exclamé al escuchar; pero que también fue oído por los pescadores. Los que se acercaron. Eduardo volvió reproducir el audio.
̶ No estamos solos... –dijo Gustavo, al tiempo que agregó: "Me pareció ver algo del otro lado".
Recordé la imagen capturada por la máquina un rato antes.
̶ ¡Sos un cagón! – le gritó "Chuleta" -el hijo- que siguió pescando.  Tras decir eso sintió un tirón en la tanza y dio un manotazo firme, recogió y tiró con fuerza al pescado fuera, hacia atrás, al pasto. Le brillaban los ojos de alegría. Todos soltamos al unísono una estruendosa carcajada. Como la zona está rodeada por el monte y como en un bajo eso pareció retumbar. Como un eco se oyó. El chiquilín bailaba de alegría alrededor de la fogata. Era el único que hasta ahora había pescado algo. Volvió a encarnar el anzuelo, y ató a una rama la tanza, para ir en busca de una taza de leche chocolatada, caliente. Había leche en polvo y chocolate sólo para él, el resto preferíamos un mate amargo. Tomó un par de tortas fritas que aún se escurrían en la parrilla. En eso se escuchó un ruido. Nadie dijo nada. Intentamos oír con atención. Sólo el viento movía las hojas y nada raro volvió a oírse el resto del día.
Cuando promediaba la media noche aún andábamos en vueltas. Corría el vino tinto, algo de wiski y las historias de zombis. En eso escuchamos ramas que se movían, en la dirección donde estaban estacionados los vehículos, en una de las entrada al monte desde la pradera. Todos atinamos a mirar en esa dirección por unos interminables segundos, hasta que por entre el ramaje se apersonó don Rubito y el peón que nos había visitado en la mañana. Sonrieron al vernos.
̶ ¡Qué les pasa! –dijo don Rubito. ¿Se pasaron de copas?− prosiguió con voz baja, en tono de broma, pero simulando seriedad.
̶ Parece que vieron al mismísimo diablo... –comentó el peón. Éste, según noté y sin embargo no dije nada, llevaba un crucifijo sobre el pecho y una cinta roja en la muñeca.  Eran claros indicios que era hombre de creencias semejantes a otros hombres de campo de otras regiones.
Eduardo, casi entre risas, comentó sobre el extraño sonido que había escuchado y grabado en la mañana. Lo reprodujo, ahí sin más, y todos lo oímos atentos.
̶ Parece de un grato grande –acertó a decir el chuleta, mientras miraba al padre con una sonrisa burlona.
̶ Es otra cosa y... No sé qué es... –aclaró don Rubito, que pidió reproducir otra vez la grabación, con un tono más serio y menos de broma como al principio.
Al terminar de escuchar la grabación, don Rubito, declaró: "Jamás escuché un gruñido semejante. Porque parece eso, un gruñido".
̶ ¿Y cuando mataron al perro ese, el blanquito, no escucharon algo similar? –quise saber.
̶ No... Tampoco –contestó secamente don Rubito. Y cuestionó, mientras penetraba con la mirada a cada uno, como intentando saber si no era eso una broma que le estábamos jugando: ¿Dónde grabó eso, Eduardo? 
Cuando Eduardo iba a señalar la zona... Se escuchó el mismo sonido, semejante a un gruñido. Sonó lejos, como del otro lado de la laguna, hacia el unte ferroviario.
El silencio fue lo que siguió en la atmósfera del campamento. Sólo el crepitar de la leña se oía ahora. Ni una brisa soplaba. Los recién llegados aceptaron un trago de vino que acompañaron con cordero asado. De una bolsa, el peón, sacó un par de chorizos secos y una horma de queso que elaboran en el puesto de Ramonita, una chacra pegada a la de doña Rica. Todo indicaba que esa noche nadie dormiría. Más aún cuando se propuso jugar unas partidas de truco. Las que siguieron entrada la noche. Alguno que estaba cansado desistió de seguir y se tiró a dormir al costado del fuego.
Sobre las cinco de la mañana, don Rubito que había quedado dormido en una silla se despertó abruptamente. Fue así porque se escuchó el ladrido desesperado del perro del chino. El cual estaba atado para que no le tentara el cordero asado que aún estaba sobre la parrilla, pero con las brazas apartadas.
Finalmente, todos despertaron, es decir, salieron de la somnolencia, puesto que más de uno no quiso aflojar, pero el sueño los había vencido. Sin embargo, el perro no paraba de ladrar y todo el mundo se puso en pie.
Un trozo enorme de carne faltaba en la parrilla. Fue Eduardo el que se percató primero. Miró al perro que seguía atado y ladrando. Atiné a arrimar leña a lo que quedaba de las brazas y vi una huellas.
̶ Vieron estas... –dije, señalando las huellas a un costado de la parrilla. Eran las mismas que habíamos visto anteriormente; sin embargo, estaban justo ahí, en medio del campamento. El perro seguía ladrando. El Chino lo soltó y buscó su ballesta. Eduardo fue al coche a tantear su arma. Se la calzó en la sobaquera. Un calibre 38, caño largo que guardaba en la guantera.
El peón y don Rubito sacaron armas blancas que traían enfundadas al cinto. Quedó claro que era el bicho y que el perro lo estaba oliendo o escuchando. Todos, linternas en mano, encararon hacia el monte, por el oeste. Sin embargo, don Rubito, conocedor del lugar, aclaró que era mejor salir del monte y buscar entrar por los otros lugares. La vegetación se volvía espesa en sectores y no permitía avanzar. Menos aún, en medio de la noche. En tanto se daban todos estos movimientos, el chuleta, seguía dormido dentro de la carpa.      
Al bicho del monte, cuyas huellas estaban marcadas a un costado de la fogata, nadie pudo seguirlo realmente. Todo rastro o signo de su presencia se perdía conforme avanzamos. También se extravió al perro, que dejó de ladrar o que dejamos de escuchar.
A eso de las ocho de la mañana, quizás un poco más, se despertó el chueta. Fue  revisar sus tanzas que seguían en el agua y alzó la vista hacia la orilla del frente.
̶ Miren... –gritó. El perro del Chino. En ese caminito de enfrente, bajo las ramas. Está mirando para acá...
El perro estaba sano y a salvo. El Chino lo contempló por un rato y se emocionó. Su perro, el sabueso "Pirata" le movía la cola.
De no sé dónde algo atacó al Pirata y lo perdimos de vista. Apenas un ladrido. No más. No se oyó nada más. Todo pasó muy rápido.
El Chino saltó a la laguna para ir tras su perro. Se calzó la bolsita de las flechas al hombro y la ballesta en su mano derecha. Cruzó en tres brazadas la laguna, que no es muy ancha, sino más bien alargada. Nosotros entre que lo mirábamos y aprontábamos unos mates armamos algunas cosas del campamento, para que estuviera más prolijo.
Estaba aún húmedo el suelo, el sol subía con rapidez.
̶ No pude verlo... No pude verlo... –repetía el Chino en la otra orilla mientras se acercaba ante nuestra vista. Le tiré dos flechas... Pero nada. El perro fue un campeón –gritó él. Traía en los brazos al fiel can que estaba hecho una piltrafa. Ésta había sido su última salida.
Sepultamos al perro en medio del monte, en una zona alejada del campamento, y a la cual, por esas cosas de la vida se colaban la luz, en forma de finos haces. Vimos al Chino cerrar la fosa y saludar a su compañero caído. Como despedida todos, incluso el Chueta, bebimos un trago de wiski. Después continuamos con mate y galletas secas como desayuno.
Era el día que saldríamos todos a buscar algunas mulitas; pero optamos por otra presa. El bicho del monte estaba en alguna parte, y, nosotros estaríamos tras él.
Pedro Buda

lunes, 10 de abril de 2017

El bicho del monte

Registro y edición de foto Walter Rotela 

La mañana estaba cerrada sobre los campos de pastoreo, el día que llegamos a orillas de las aguas del Gutiérrez. Avanzábamos a no más de 20 kilómetros la hora por esos caminos serpenteantes donde la piedra asoma filosa.
El sol tímidamente intentaba aparecer entre medio del espeso manto casi blanquecino que todo lo cubría. Como adormilados fantasmas se veían vacunos que, en aletargados movimientos, batían sus grandes fauces de donde emergía una suerte de vapor, si los mirabas de cerca; sin embargo, a la distancia su silueta aparecía desdibujada, provocando una rara sensación en el espíritu. Todo cambió conforme fue avanzando la mañana.
Tras sortear varios pasos de tranqueras llegamos al hogar de doña Rica. Una mujer rubia, de expresión sincera, afable y llena de vitalidad que no permite adivinar los años que lleva encima. Los perros fueron los primeros en aparecer, incluso antes de llegar al alambrado lindero. Sus ladridos despertaron a la pava  que se movía con cierta dificultad,  estaba atada de una pata a una roca por un cordel de tela . Supimos por boca de doña Rica que el estado de cautiverio era momentáneo, a fin de retener cerca a sus crías, pues de lo contrario se escabullen por el campo. Los cuidaban porque... algo raro andaba pasando en los montes cercanos.
Despuntaba el día y tras un rato de charla, bienvenida y de aprovisionamiento de agua para el mate, salimos a buscar el sitio donde acamparíamos el fin de semana.
Nuestro anfitrión y guía fue el Rubito, hijo de doña Rica. Un gaucho moderno que se desliza en motocicleta o en camioneta, dejando al caballo para tareas puntuales, como arriar el ganado. Aunque dicen los lugareños, que más de una vez se lo vio arriar montado en su motocicleta, con tal agilidad y soltura que, al verlo pasar dicen: "Allá va el Rubito montado en su tostado de fierro".    
El lugar, a orillas de la laguna, estaba tranquilo. Los pájaros aún no empezaban a trinar; pero poco faltaba para ello; según uno de los acampantes, vaqueano conocedor de las costumbres de las aves. El pasto estaba húmedo y el microclima del lugar estaba un tanto fresco. La pradera se veía pacífica. Unas vacas y unas pocas ovejas pastaban mansas. Nos miraban desconfiadas, cuando pasamos en los vehículos.
La mañana y la tarde pasaron de prisa. Las tareas propias de organizar el campamento, la comida, hacer el fuego y demás nos introdujo de lleno en la vivencia de un campamento, de una salida de pesca.
Mientras mis compañeros armaban las cañas, los aparejos y aprontaban una de las comidas del fin de semana yo salí a recorrer la zona en busca de capturar imágenes y sonidos. Busqué aves y sólo algunas pocas pude registrar. Pensaba que encontraría muchas más.
Al fin de la tarde, cuando el sol se escondía, apareció don Rubito, nuevamente. Venía acompañado de un amigo, el dueño del campo donde estábamos acampando. Entre mate y mate, o mejor será decir, entre mates y vinos, Rubito soltó eso del supuesto jabalí.
̶ En estos terrenos los perros, la semana pasada, corrieron a un jabalí enorme. Pero uno de los sabuesos murió embestido por el bicho del monte. Era uno de los mejores rastreadores que tenía –comentó Rubito, entre risa y bromas, aunque se mostraba apenado por la pérdida de uno de sus perros.
̶ ¿Un jabalí? –preguntó el vaqueano conocedor de las aves.
̶ Bueno... Eso creemos –dijo el amigo de Rubito, don Sebastián Cano.
̶ ¿Por qué creemos...? No están seguros –cuestioné.
̶ Bueno, a decir verda... No. Lo que pasa es que lo vimos de lejos. Era bruto bicho peludo. Al perro me lo mató ahí... –dijo, señalando un sendero en la orilla del frente de la laguna alargada, ante la cual estábamos de pesca. Taba oscuro −prosiguió− y la verda es que... La verda es que esa noche... habíamos carneado un corderito y lo regamos con varios claretes. Después, como andábamos encartados*, fuimos al pueblo y nos juntamos con unos peones a darle al truco... Cuando volvíamos en la moto, sentimos a los perros disparar hacia el monte. Puse primera y los seguimos pue. Los perros dieron vuelta pa un lado y pa el otro.
̶ De repente se oyó el ladrido lastimero del blanquito –relató don Sebastián.
̶ Entonces, no vieron bien al jabalí... Pero, ¿qué otro bicho pudo ser? –quise saber.
̶ Y como ser, pudieron ser varias cosas; pero de ese tamaño... no sé. Lo raro fue que le partió la cabeza al perro. Lo destrozó –aseguró don Rubito.




Como a las diez de la noche los amigos se fueron. Nosotros seguimos pescando y tomando algún trago más. Unos comieron un buen plato de cazuela de mondongo hecho en la olla, creada a partir de un antiguo calefón. El sonido del monte, las hojas mecidas por la brisa y el agua chocando en la costa era lo único que se percibía. Los mosquitos estaban ausentes. En eso se escucharon ramas que se quebraban. Pisadas y un sonido extraño: como un gruñido. Después... el silencio total, nuevamente. Ni un ave nocturna. Nada.
No hubo más pique esa noche. El cansancio nos venció. Fuimos a descansar. Me dormí profundamente. Pero algo me despertó. Algo parecía que se movía fuera de la carpa. Algo que rozaba la tela de la pared de la tienda de campaña. Adormilado pensé que quizás sólo era que alguno de los que dormía había movido la pared y eso incidía en el resto de la carpa. Me volví a dormir. En eso sentí un gruñido. Pasos pesados, lentos. Tenía la linterna próxima, al alcance; pero me costó reaccionar. El cansancio me venció y volví a dormirme.
Al día siguiente, mis compañeros de campamento encontraron unas huellas, pisadas en el barro junto al agua. Se dirigían por la orilla al oeste. No pudimos identificar a qué animal pertenecía. Caímos en la cuenta de que capaz se trataba del bicho del monte que seguía en la zona: libre, recorriendo su territorio.
La huella parecía como de un pie humano, pero era más corta y más ancha de lo normal. En la zona no hay monos.      
Pedro Buda
Walter H. Rotela González
                                                                                                                                                           2017

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